CARLOS CANO |
Nació y creció en Granada y fue como un vagabundo, perseguidor sediento e incansable de una estrella a la que los locos del lugar llamábamos "utopía"; lo conocí «errante como un lobo, aullando las canciones de quien lleva ardiendo la mirada»; me dijo: «Soy la Esperanza», y le abrí mi corazón; viajamos juntos a las «cornisas de la luna, buscando el río que la mar serena»; ahuyentamos «veneno, espinas y serpientes»; y entendimos la amistad, la sensibilidad, la ternura, la libertad y la alegría, «como un puño sensible que mueve montañas».
Después la vida, el destino, o ¡qué sé yo! hizo que emprendiéramos distintos vuelos.
Él, su vuelo poético de cantor rabiosamente popular y ferozmente amarrado y comprometido con la vida, –tan feroz que desde Granada a Nueva York, fue capaz de hacerle frente a la muerte traicionera y de ganarle la batalla–. («Te buscaba la muerte y yo me sonreía porque la muerte sabe que tú te llamas "siempre"»).
Yo, mi vuelo por la pedagogía creyendo incansablemente en aquello que aprendí de Unamuno: «Hasta las más elevadas hipótesis –a fin de cuentas, doctrinas frías–, hay que hacerlas poesía».
Ahora, «buceando entre las sombras la melodía de los recuerdos», me reencuentro con una de las más grandes verdades a las que CARLOS CANO ha cantado: «La querencia –nos dice– es la única fuerza que no vence el olvido».
Carlos Cano... ¡A quien tanto he querido! |
Jamás olvidaré, en primer término –y jamás podrá olvidarlo nuestra historia colectiva–, la pasión de este hombre por nuestra Andalucía; pasión contagiosa, fértil y desbocada que allá, por la «veredita verde y blanca», supo echarse a cantar arrancándonos a muchos andaluces de nuestra «duermevela».
Jamás olvidaré la grandeza humana que, en un tiempo, atisbé en su presencia y, siempre, en sus canciones. «Lo primero –le escucho– es decirle a la vida que la quiero; la vida contra la sombra, contra la ilusión perdida, contra el silencio...; y después a abrir de par en par las puertas y los balcones y a arrimarnos al "querer", porque sin amor –le sigo escuchando y le sigo creyendo– la vida no vale nada».
Jamás olvidaré, tampoco, su incapacidad –de la que fui testigo– para soportar la mediocridad; y su fuerza al revelarse contra la injusticia y el dolor ajeno, con una particular mezcla de ironía y amargura.
Por su voz solidaria desfilaron, a ritmo de tantos, de pasodobles, de murgas o de habaneras, currantesm jornaleros y marineros; «diamantinos» y «lailas»; «praderas», «don juanes decadentes» y «solfas»; «elisas», «rigonertas» y «madres de mayo»; María la Portuguesa y Mari Cruz; Edith Piaff y la niña Candela; Emilio el Moro y Al-Mutamid; Miguel de Molina y Gerald Brenan...
Y jamás olvidaré, también –e irremediablemente–, sus contradicciones, que, como las mías, como las de todos –¡pobre del que no asuma sus propias contradicciones!–, nos hacen ser más humanos: la alegría y el dolor, la sombra y la luminosidad, la fidelidad y la ruptura, la confianza y el miedo, el reconocimiento y el olvido; tropezar, vacilar, dudar, equivocarnos, perdonar y siempre –¡siempre!– la posibilidad de volver a empezar; volver a empezar, amigo Carlos, como un día nos enseñó Aranguren: «desencantados, ¡puede que sí!; pero siempre prestos al reencantamiento».
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