«Datorrela, datorrela
maitemintzen duen tenorer».
«¡Que venga, que venga la hora que enamore»..., y en la serenidad de la noche surgió un parpadear de estrellas sonrientes, y una voz rompió el silencio sin crispar la belleza de aquel instante; era la voz rotunda y acariciadora de un hombre radicalmente bueno nacido en Donostia; una voz que, tendiendo sus manos, hizo suya la palabra de Miquel Arregi para cantarnos:
«Zure askatasunagatik ebaki neen neuro bizitzak... Zuragatik pitten dut esperantzaren galda... Mi vida la entrecorté para que fueras libre; es por ti por quien enciendo la llama de la esperanza; es por ti por quien con el fuelle de los sentimientos pongo al rojo vivo los recuerdos helados en la fragua del amor; es por ti por quien el molino de mi corazón –sonido del golpe de sangre– desgrana mis alegrías».
Sueños de libertad, esperanza, sentimientos al rojo vivo, la fragua del amor, sonidos de golpe de sangres, alegría...; todo esto nos trajo aquella voz, bajo el parpadear de una noche estrellada...
Nos acercamos a él, y descubrimos que su sentimiento vasco y sus canciones son como un bosque, como una torre de vigía, como un camino, como una flor que no tiene altar, como el mar que no tiene almirante...; y le escuchamos decir: «Todo fluye y muda. Todo en el mundo todo, para mudarse se creó... Yo he cambiado y cambiado, pero hay algo en mí que quema... ese soy yo».
Y conociéndole, siempre pudimos confiar en su voz y en sus manos tendidas..., «¡ese soy yo!»...; siempre fiel, siempre amigo, con una coherencia radical; con una ternura indestructible; con una voz y con una sensibilidad ardientes...; una voz y una sensibilidad a las que siempre se puede acudir porque siempre están, siempre prenden y siempre te esperan.
Nos llegó con su voz y con sus canciones, primero en aquellos años en los que su cantar tenía que pasar furtivamente las fronteras –¡qué tremenda barbarie ponerle fronteras a la sensibilidad y a la belleza!, ¡qué tremenda ingenuidad el pensar que aquella voz podría ser silenciada!–; después, cuando parecía que la barbarie amainaba, su voz y sus canciones regresaron entre nosotros encarnadas en su cuerpo –como el de un niño grandullón– que tras su regreso no ha cesado de preguntarse: «Aingerutxoak egoa urrezko badute, zeru urdiñean urre-dirdira nik nola ikusten ez-ote»... «Si es verdad que las alas de los ángeles son de oro, ¿cómo es que no distingo su brillo en el azul del cielo?».
Esa ha sido su ilusión, y ese es el núcleo y el motor de su destino como ser humano, y de su oficio de cantor: intentar descubrir para sí mismo, y para los que acudimos a su voz, «un brillo en el azul del cielo».
¿Pero cómo lo hace?, ¿cómo consigue Imanol mantener esta identidad crepitante?. ¿cuál es su secreto?. Uno de sus secretos es el amor a la poesía –recuerdo que Mikel Azurmendi dijo, en cierta ocasión, que los «poetas de los que Imanol se alimenta son los que hacen que su fuego de voz se acristale en estrella»–. Imanol ama a los poetas vascos, ¡los siente! tal vez con una especial predilección hacia Miquel Arregi, Xavier Lete, Jon Mirande, Joseba Sarrionandia o Juan Mari Lekuona –que casi siempre le acompañan–; pero ama también el verso de cualquier poeta, cuando es libre y apasionado, ama, por ejemplo, a Alfonsina Storni –con la que emprende un hermoso viaje de mar y luna–... «Quiero un amor que sea una tormenta que todo rompe, y lo renueva todo, porque vigor profundo lo alimenta».
El otro secreto que Imanol protege y atesora en su identidad es su pasión por la vida; una pasión que le hace ser, a la vez, rebelde y tierno; que le hace navegar siempre entre la dicha y el dolor; que le mantiene la esperanza a pesar del desaliento, que le hace ser siempre libre frente a la amenaza y al miedo... ¡Hermosamente libre!, ¡descaradamente rebelde!, ¡suavemente romántico, ¡radicalmente bueno!...
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Imanol, con Antonio Resines, Marina Rossell, Paco Bello, Luis Pastor, y Fernando Lucini el día de ña presejtación del libro «Crónican cantada de los silencios rotos» del que estát tomado este «retrato íntimo» |