Ayer hablábamos de ese hombre bueno llamado Angelo Giuseppe Roncalli –Juan XXIII– y de su famosísima, valiente y entrañable encíclica "Pacem in terris", hoy vuelve su palabra y su pensamiento resonando por cada calle y por cada rincón de este Madrid que se prepara para la llegada de Rayzinger.
«Todos deben convencerse que ni el cese en la carrera de armamentos, ni la reducción de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme general son posibles si este desarme no es absolutamente completo y llega hasta las mismas conciencias; es decir, si no se esfuerzan todos por colaborar cordial y sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la angustiosa perspectiva de la guerra.
Esto, a su vez, requiere que esa norma suprema que hoy se sigue para mantenerla paz se sustituya por otra completamente distinta, en virtud de la cual se reconozca que una paz internacional verdadera y constante no puede apoyarse en el equilibrio de las fuerzas militares, sino únicamente en la confianza recíproca [...].
Es, en primer lugar, una exigencia dictada por la razón. En realidad, como todos saben, o deberían saber, las relaciones internacionales, como las relaciones individuales, han de regirse no por la fuerza de las armas, sino por las normas de la recta razón, es decir, las normas de la verdad, de la justicia y de una activa solidaridad.
Decimos, en segundo lugar, que es un objetivo sumamente deseable. ¿Quién, en efecto, no anhela con ardentísimos deseos que se eliminen los peligros de una guerra, se conserve incólume la paz y se consolide ésta con garantías cada día más firmes?
Por último, este objetivo es extraordinariamente fecundo en bienes, porque sus ventajas alcanzan a todos sin excepción, es decir, a cada persona, a los hogares, a los pueblos, a la entera familia humana. Como lo advertía nuestro predecesor Pío XII con palabras de aviso que todavía resuenan vibrantes en nuestros oídos: ˝Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra˝».