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viernes, 28 de septiembre de 2012

LA INQUEBRANTABLE LIBERTAD DE LA VOZ Y DE LOS VERSOS DE MIGUEL HERNÁNDEZ - I

Llevo varios días en Orihuela participando en el Curso de Verano que han organizado la Universidad y la Fundación Miguel Hernández, sobre "LA MÚSICA EN MIGUEL HERNÁNDEZ". A mí me ha correspondido inaugurarlo con una conferencia sobre la poesía cantada  de Miguel; conferencia que voy a sintetizar en este "cuelgue" y en el de mañana.

(Esta conferencia, en gran medida, está tomada de mi libro "MIGUEL HERNÁNDEZ. ¡DEJADME LA ESPERANZA!˝, publicado en el año 2009).


«En pleno siglo XXI, y recordando a Miguel Hernández, puede resultar inverosímil que hace cuarenta y cuatro años –acercándonos ya al final de la dictadura franquista–, cuando empezaron a musicalizarse y a cantarse en nuestro país los primeros poemas de Miguel, todavía una gran mayoría de la población española no  conocía, no ya la obra, sino incluso la existencia del gran poeta nacido en Orihuela (Alicante), el 30 de octubre de 1910, y que falleció en la enfermería de la prisión de Alicante con treinta y un años.

En ese sentido, recuerdo –y valga como anécdota muy significativa– que una tarde de 1972, en el contexto de una de aquellas reuniones clandestinas que solían organizarse en los barrios, al abrigo de las parroquias y de los curas progresistas –concretamente, en el Pozo del Tío Raimundo, de Madrid–, uno de los jóvenes participantes nos dijo: "Tenéis que escuchar el último disco de Serrat que acaba de salir, se lo ha dedicado a un poeta llamado Miguel Hernández" –se estaba refiriendo al disco grabado por Juan Manuel en Nóvola-Zafiro con el título genérico de Miguel Hernández (1972)–.


La información de aquel admirador y seguidor de Joan Manuel resultó, sin duda apasionada; pero lo sorprendente fue que al comentarla, se puso de manifiesto que la mayoría de los jóvenes allí presentes, aunque afirmaban –no con demasiada convicción– conocer algo del poeta, en realidad, no habían leído prácticamente ninguno de sus versos.

Y es que aquellos eran tiempos aún asolados por la represión, en los que se pretendía silenciar la voz y la palabra de las personas que amábamos la libertad –y, en particular, la voz y la palabra de poetas como Miguel Hernández–. Descarado silenciamiento que resultaba cobarde, insostenible e inútil.

Cobarde, en primer lugar, porque respondía al miedo que la poesía y los poetas provocaban en quienes gobernaban en el país al son del pandero autoritario y militarista golpeado por el Caudillo; gobernantes, políticos y fuerzas de seguridad plenamente conscientes de que la poesía social –es decir, la poesía comprometida con la realidad y con los sentimientos populares– era una peligrosa "arma cargada de futuro"; arma no mortífera, sino de generosa entrega, pero tan peligrosa. o más, como la que muchos de ellos portaban en sus cartucheras.

A ese respecto, Miguel Hernández comentaba, en 1937: "La poesía es en mí una necesidad y escribo porque no encuentro remedio para no escribir. Lo sentí, como sentí mi condición de hombre, y como hombre la conllevo, procurando a cada paso dignificarme a través de sus martillerazos".


Miguel Hernández.
Me he metido con toda ella dentro de esta tremenda España popular, de la que no sé si he salido nunca. En la guerra, la esgrimo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reparadora. Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir".

Apasionado y comprometido planteamiento que Gabriel Celaya retomó, diecisiete años después, en su libro "Cantos íberos" –publicado en 1974–, y, más, concretamente, en el poema "La poesía es un arma cargada de futuro".


«Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho».

Intentar silenciar aquella "arma poética" construida de sentimientos, de latidos del alma, de realidades y valores populares, de sensibilidad, y, sobre todo, de una radical y solidaria honestidad, era, ciertamente, un acto cobarde, pero, a la vez, una pretensión inútil e insostenible.

Federico García Lorca –otro de los poetas malditos de la época– tenía muy clara la inutilidad de aquel pretendido silenciamiento: «Tener encerradas prodigiosas voces poéticas –decía– es lo mismo que cegar la fuente de los ríos o ponerle toldo al cielo para no ver el estaño duro de las estrellas».

Por mucho que se intente cegar las fuerzas de los ríos, al final, nada ni nadie podrá contener la fuerza de la corriente de agua...; por mucho que se quiera ponerle un toldo al cielo, nadie podrá hacer desaparecer la billeza y el misterio de las estrellas.

Experiencia que el propio Miguel Hernández concretó, cuando estaba en la cárcel, afirmando con todas sus fuerzas, y con radical convencimiento, que jamás nadie podría privarle de su libertad personal y, en particular, de la inquebrantable libertad de su voz y de sus versos:




«Mírame aquí encadenado,
escupido, sin calor,
a los pies de la tiniebla
más súbita, más feroz,
comiendo pan y cuchillo
como buen trabajador
y a veces cuchillo sólo,
sólo por amor. [...]
No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?. [...]
Libre soy. Siénteme libre.
Sólo por amor».
("Antes del odio")


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