LLUÍS LLACH |
Fue la noche del 24 de febrero de 1987 en el Teatro Monumental del Madrid –Lluís Llach nos presentaba, en directo, su última creación: "Astres"–; aquella noche fue muy importante para mi; una de esas noches que te quedan grabadas en el recuerdo como una definitiva e imborrable huella de la aventura que supone el cotidiano –y no siempre fácil– ir dándole sentido a tu propia existencia. Tan importante fue, que no puedo prescindir de aquella noche al escribir ahora este retrato.
He de confesar que desde que escuché cantar por primera vez a Lluís, y siempre que, por unas u otras razones, tuve la oportunidad de encontrarme con él, experimenté una íntima sensación que navegaba, insistentemente, entre la magia, el misterio y la seducción. ¡Sí!, había algo mágico y misterioso en aquel hombre –en su voz, en su palabra, en su música, en su mirada limpia– que me seducía; que lograba arrinconar –o dejar aparcar– toda mi racionalidad y que movilizaba todos mis sentimientos.
Desde que le conocí, había procurado arrimarme y tirar –dentro de mis posibilidades y unido a los compañeros y a las compañeras– de aquella "estaca" a la que estábamos atados; me había embarcado y seguía navegando con el sueño de "Ítaca" siempre en mi horizonte; había creído firmemente en que la fe nada tiene que ver con la espera pasiva o delegada; había sentido como sus "campanadas a muertos" resonaban en mi cuerpo despertándome latidos solidarios de ternura y de indignación; me había conmovido –a través de su voz cálida y desgarrada–, con la presencia de los "hijos de Hiroshima" y del "niño de Beirut"; había descubierto –gracias a él– la belleza y los misterios del mar; había dirigido –robándole su voz– íntimos cantos de amor a la libertad; había incorporado a lo más sustancial de mi credo aquellas palabras de Miquel Martí i Pol que él me descubrió: "convertiremos el silencio en oro y el fuego en palabras"; había conseguido arrancarme lágrimas de sensibilidad frente a la ausencia irreparable del ser al que se ama –"cant de l'enyor"–...; sin embargo, tenía que haber algo más, algo más que Lluís Llach escondía en sus silencios y en lo que debía habitar el origen y el secreto de la seducción que siempre me despertaban él y sus canciones.
Aquella noche, sentado en la butaca de un teatro, contemplando a Lluís –enamorado del sol o embrujado por la luna–, y al ritmo en que se iban deslizando por mi cuerpo cada una de las notas de aquel su insólito viaje por "los astros", descubrí cual era –al menos para mi– el secreto y el origen de su capacidad seductora; la clave –la gozosa clave– me llegó en las últimas palabras de su poema sinfónico:
Desde que le conocí, había procurado arrimarme y tirar –dentro de mis posibilidades y unido a los compañeros y a las compañeras– de aquella "estaca" a la que estábamos atados; me había embarcado y seguía navegando con el sueño de "Ítaca" siempre en mi horizonte; había creído firmemente en que la fe nada tiene que ver con la espera pasiva o delegada; había sentido como sus "campanadas a muertos" resonaban en mi cuerpo despertándome latidos solidarios de ternura y de indignación; me había conmovido –a través de su voz cálida y desgarrada–, con la presencia de los "hijos de Hiroshima" y del "niño de Beirut"; había descubierto –gracias a él– la belleza y los misterios del mar; había dirigido –robándole su voz– íntimos cantos de amor a la libertad; había incorporado a lo más sustancial de mi credo aquellas palabras de Miquel Martí i Pol que él me descubrió: "convertiremos el silencio en oro y el fuego en palabras"; había conseguido arrancarme lágrimas de sensibilidad frente a la ausencia irreparable del ser al que se ama –"cant de l'enyor"–...; sin embargo, tenía que haber algo más, algo más que Lluís Llach escondía en sus silencios y en lo que debía habitar el origen y el secreto de la seducción que siempre me despertaban él y sus canciones.
Aquella noche, sentado en la butaca de un teatro, contemplando a Lluís –enamorado del sol o embrujado por la luna–, y al ritmo en que se iban deslizando por mi cuerpo cada una de las notas de aquel su insólito viaje por "los astros", descubrí cual era –al menos para mi– el secreto y el origen de su capacidad seductora; la clave –la gozosa clave– me llegó en las últimas palabras de su poema sinfónico:
«I tot passant les primaveres
la vida haurà de despullar-me
d’inútils túniques per al camí que
duu cap a l’essència
on només cal un desig d’amor,
un poble i una barca...»
«Y con el paso de las primaveras / la vida tendrá que desnudarme / de túnicas inútiles para el camino / que lleva hacia la esencia / donde sólo es necesario un deseo de amor, / un puerto y una barca.»... ¡Feliz aprendizaje!.
«Deseo de amor para no perder nunca el placer de enamorarte..., / un pueblo que e deje compartir el gozo de quererte...; / y una barquita, por si la mar la muerte quiere darme...».
Este es el secreto de Lluís Llach; éste es, sin duda, el perfil más íntimo y el más auténtico de su retrato; ahí está la clave de lo que en él tanto me seduce: Lluís ha encontrado en el amor "el camino de las estrellas", y en la belleza "un faro para la realización de un mundo más bello"; y, desde ahí, "lanza sus sueños contra el tiempo", y es desde ahí desde donde arranca su fortaleza incorruptible, para acometer el valiente riesgo que supone proclamar a los cuatro vientos uno de mis más radicales convencimientos y obsesiones: «Somniem, és clar que sí, i no ens fa vergonya ésser esclaus de l'esperança». («SOÑAMOS, CLARO QUE SÍ, Y NO NOS DA VERGÜENZA SER ESCLAVOS DE LA ESPERANZA»)...
Aquella noche, a la salida del teatro, tras abrazarle en el camerino, volví a robarle uno de sus versos: «Te he visto de nuevo..., y en ti me he visto, poco a poco».
Bonito, Fernando. Un creador muy personal que transmitía muy bien con su voz y su piano. Lo ví en directo en A Coruña en un Palacio de los Deportes a rebosar en los 70. Un referente.
ResponderEliminarAbrazo y acordes