Ya con el título de maestro, Carmina Pascual, gran amiga y directora del colegio madrileño Aula Nueva en el que ya había colaborado como auxiliar en 1967, me ofreció trabajo y, por supuesto, acepté. Pero, en realidad, tendrían que pasar casi tres años para que pudiese empezar a dar clase de forma estable y definitiva. Como todos los «españolitos» varones, tenía que hacer la mili (¡me niego a llamarlo servicio militar!) que en aquel momento duraba dos años, era obligatoria y resultaba una absoluta pérdida de tiempo, sobre todo para personas como yo que, desde muy pequeño, he rechazado la violencia, he odiado las guerras y las armas y, en ese sentido, he adquirido una clara y definitiva vocación de desertor y antimilitarista.
Teniendo en cuenta aquella circunstancia, empecé a dar clases en Aula Nueva en el curso 1970-1971, consciente de que al curso siguiente, después de solicitar y agotar todas las prórrogas posibles, no me iba a quedar más remedio que regalar dos años de mi vida a los militares. Menos mal que, como después contaré, trampeé la situación como pude y conseguí que aquel tiempo llegara a ser bastante más útil y hasta más apasionante de lo que podía haberme imaginado.
El 6 de abril de 1971, aprovechando las vacaciones de Semana Santa, Tonona y yo decidimos casarnos y lo hicimos en Tenerife. Ese mismo día nos volvimos a Madrid y celebramos la noche de bodas en casa de mi madre aprovechando que ella, que fue la madrina, se había quedado a pasar unos días más en Tenerife.
No hicimos viaje de novios, en primer lugar porque no teníamos dinero y, en segundo, porque habíamos alquilado un mini piso vacío justo al lado del de mi madre y teníamos que amueblarlo y acondicionarlo a ser posible antes de que yo tuviera que volver al colegio.
Jamás olvidaré aquel piso de la calle Quintiliano. Pasamos estrecheces, tuvimos mucho frío y vivimos mucho amor. Decidimos tener hijos pronto y en los ocho años que vivimos en aquella casa nacieron tres: Fernando, Javier y Maite (Dácil, la cuarta, nació poco después en un piso un poquito más grande que alquilamos en la calle Gómez Ulla).
Este ha sido mi equipo. |
Tonona, que era aparejadora, aunque lo intentó, no logró encontrar trabajo. Por aquel tiempo, trabajar de aparejadora en Madrid, y recién casada, era prácticamente imposible. Por otra parte, ella había optado libremente, con una desbordante ternura y generosidad, por hacerse responsable directa de la crianza y la educación de nuestros hijos; tarea que, como todas las demás, procuramos compartir. Fue una experiencia que siempre que recuerdo me evoca la canción «Nos ocupamos del mar», de Javier y Jorge Krahe que justo descubrimos por aquel entonces, concretamente en 1973, interpretada por Rosa León en su primer LP, De alguna manera: «Nos ocupamos del mar / y tenemos dividida la tarea; / ella cuida de las olas / yo vigilo la marea / […] Todas las cosas tratamos / según es nuestro talante. / Yo lo que tiene importancia / ella todo lo importante. / Es cansado / por eso al llegar la noche / ella descansa a mi lado / mis manos en su costado».
Aquella primera casa, en Quintiliano, y años después la que alquilamos en Gómez Ulla, llegó a parecer, como decía Indio Juan, la «casa del cantautor». Recuerdo momentos, tenderetes, risas, canciones, conspiraciones, proyectos y charlas hasta altas horas de la madrugada con Olga Manzano y Manuel Picón, Hilario Camacho y Jean Pierre Torlois, Taburientes, Los Juglares, Los Calis, Claudina y Alberto Gambino, Moncho Alpuente, Pepe Menese, Carlos Cano, Caco Senante, Quintín, Ricardo Cantalapiedra, o, muy en particular, con nuestros muy queridos Amparo Gastón y Gabriel Celaya (Tonona y yo éramos como sus hijos).
El 15 de julio de 1971 llegó el momento temido, uno de esos momentos de mi vida que recuerdo con más rabia e impotencia. Tenía que presentarme por la mañana temprano en el C.I.R. (Centro de Instrucción de Reclutas) número 1 para empezar aquella mili que, para empezar, consistía en estar encerrado más de dos meses, soportar por narices un «machismo ibérico» de pata negra, doblegarte a una disciplina militar que tenía como objetivo anular la personalidad, aprender a usar las malditas y repugnantes armas y preparar, durante horas y horas, ese acto patriótico ridículo y absurdo de la jura de bandera.
Tonona estaba embarazada de nuestro primer hijo y decidimos que durante aquellos meses de acuartelamiento en los que difícilmente nos podríamos ver (las visitas dominicales al C.I.R. eran patéticas), se marcharía con sus padres a Tenerife.
Recuerdo perfectamente aquel día 15 de julio. El viaje en tren hasta Comenar Viejo. La llegada masiva de muchachos al campamento, la mayoría mucho más jóvenes que yo, cada uno con su macuto. Unos soldaduchos agresivos que nos daban órdenes y nos gritaban sin saber el motivo. Largas horas esperando no se sabía qué y tirados por el suelo. Un tipejo con galones que pasó por mi lado y me dijo: «Levántese, póngase firme y salude. Pa' que se vaya acostumbrando!». Y yo lloraba.
Sí, lloraba de soledad, de rebeldía ante lo absurdo y de añoranza. ¡Qué difícil se me hacía pensar en Tonona tan lejos y en el hijo que ya empezábamos a sentir tan cerca! ¡Me buscaba las alas y no me las encontraba por ninguna parte!
Mi cartilla militar. |
Durante varios días tomé la decisión de autoanularme y refugiarme, siempre que me fue posible, en el radiocasete con el que escuchaba las cintas que me había grabado previamente en casa temiéndome lo que podría ocurrir. ¡Cuánto me ayudaron, sin saberlo, Lluís Llach, Aguaviva, Humet, Aldolfo Celdrán, Serrat, Morente, Maria del Mar Bonet, Víctor y Vainica Doble! ¡Qué bien me habría venido tener en aquel momento la grabación de la canción «Un, dos, tres, cuatro» que Javier Álvarez interpretó y grabó en su primer disco publicado en 1995!).
Finalmente, pasada una semana, tomé una decisión. ¡Ya estaba bien! Tenía que alzar el vuelo y escaquearme como fuera de las horas de instrucción, de las teorías guerreras, de los pasos ligeros y de las interminables horas en el puesto de guardia. Lo pensé un buen rato y, de repente, se me ocurrió una posible estrategia para conseguirlo.
Estaba sentado frente a mi barracón y me di cuenta de que sobre la puerta de entrada había un gran espacio de pared completamente en blanco. Así que, sin pensarlo mucho, fui directamente al despacho del capitán de mi unidad (creo que así se llamaba) y le comenté que estaría muy bien pintar un gran tanque en aquel muro; seguro que sería un puntazo para el día de la jura de bandera y la visita del capitán general. A aquel patriotazo le pareció una idea genial. Por supuesto, le dije inmediatamente que yo podía ocuparme de ello. Afirmación totalmente gratuita y arriesgada porque, en realidad, no tenía ni idea de como dibujar un tanque, y mucho menos a tamaño gigante y en una pared. No había pintado un tanque en mi vida. «Lo que pasa», le comenté, «es que hay que poner un andamio. La pared es grande y tardaré en hacerlo». ¡Sin problema! Llamó al sargento y le dijo: «Que se ponga ahí un andamio ahora mismo y que el recluta Lucini empiece cuanto antes a pintar el tanque». Para realizar aquella misión me dieron de baja de la instrucción, de las teóricas, de las guardias y hasta de la cocina, ¡y a pintar!
Aquella misma noche pensé que haría el dibujo utilizando el sistema de cuadricular lo más posible la ilustración de un tanque tomada de un libro, reproducir la cuadrícula en la pared y después, despacito (había que alargar el proceso lo más posible), ir copiando, primero a lápiz y luego con un pincel, lo que se veía en cada recuadro. Me instalaron el andamio, me puse a pintar, me salió sorprendentemente bien, me felicitaron e, incluso, cuando lo terminé, hasta conseguí un permiso especial de fin de semana.
Por otra parte, le hice saber al capitán que yo era maestro. Así que por las tardes empecé a darle clases a un compañero recluta, albañil de profesión, que era analfabeto integral. En aquel tiempo, el analfabetismo existía ¡y de qué manera! Recuerdo que conseguí enseñarle a leer y a escribir en dos meses utilizando un método, o mejor una estrategia, que tuve que improvisar.
Empecé leyéndole, a petición suya, las cartas que cada semana le mandaba su novia y escribiéndole las respuestas que él mismo me dictaba. Pasados unos días, le hice sentir que aquella correspondencia era en realidad algo muy íntimo y le propuse que, aprovechando que lo de las cartas era una necesidad y una gran motivación para él, podría intentar enseñarle a leer y a escribir y, así conseguir que pudiera comunicarse con su novia en privado y sin necesitarme. Recuerdo que las dos primeras palabras que le enseñé a leer y a escribir fueron «te amo». Al final, Rafa consiguió escribir cartas muy simples y repletas de faltas de ortografía, pero os aseguro que rebosantes de cariño y agradecimiento. Después del campamento estuvimos en contacto un tiempo. Hoy no sé que habrá sido de él. Me haría muy feliz volver a encontrarle.
El último episodio de mi pasada por Colmenar Viejo que me apetece compartir es la forma en que me fue otorgado un atributo personal que figura en mi expediente militar y del que me siento muy orgulloso: «Inútil en lanzamiento de granadas».
"¡Un, dos, tres...!" Jurando bandera por narices y, por supuesto, maldiciendo la guerra, las armas y la violencia. Eso sí, conseguí que me otorgaran el atributo de: "Inútil en lanzamiento de granadas". |
El caso es que durante la mili, cuando nos llevaban a hacer prácticas de tiro y había que hacer pruebas de lanzamiento de granada, yo las lanzaba de tal forma que su trayectoria era muy corta y tenía tan poco alcance que acababa siendo una verdadera amenaza no para el enemigo, sino para los propios atacantes. Me hicieron repetir el lanzamiento no sé cuantas veces y ¡nada! Aquello me producía tanta repugnancia que cada vez procuraba hacerlo peor, con menos energía y menos impulso. Al final el sargento me dijo: «¡Eres un inútil!». Y ante el riesgo que podía provocar mi inutilidad en caso de guerra, decidieron que eso quedara inscrito en mi expediente. ¡Bendita inutilidad!
El 30 de septiembre de 1971, tras la jura de bandera, finalizó mi instrucción militar en Colmenar y me trasladaron a la Escuela Politécnica Superior del Ejército, en Madrid, donde conseguí trabajar por las mañanas de secretario de un nuevo capitán. Dada mi condición de casado y a la espera de un hijo, conseguí que me concedieran el pase pernocta, que era un permiso especial para pasar las tardes y las noches fuera del cuartel, menos cuando me tocaba padecer aquellas interminables horas en el puesto de guardia.
Tonona volvió de Tenerife y reemprendimos la vida juntos manteniéndonos de lo que me pagaban en el colegio por las horas que iba por la tarde, y dando, los dos, clases particulares. Por las noches empezamos a ir a algunos conciertos en los que conocimos personalmente a Elisa Serna, Pablo Guerrero, Luis Pastor (que ya vivía en Vallecas), Ricardo Cantalapiedra, Ana Belén, Víctor, Gerena y Aute.
El 25 de marzo de 1972 nació nuestro primer hijo, Fernando. Y, felizmente, el 15 de julio de 1973, acabé la mili y pasé oficialmente a la reserva. Aquel día pensé, lo recuerdo muy bien: «¡A la mierda! ¡A mí no me volvéis a pillar ni loco!».
Mientras tanto, Carlos Cano, en representación del colectivo sureño «Manifiesto Canción del Sur», participó en el Primer Homenaje Mundial de la UNESCO a Federico García Lorca, celebrado en París el 14 de diciembre de 1972. Homenaje en el que, además de Carlos, participaron Amancio Prada, Enrique Morente, Manuel Gerena, Manuel Cano, Francis Bebey (de Camerún) y Drahomira Biligova (pianista nacida en Bratislava).
Carlos Cano, diciembre de 1972, en París. |