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viernes, 11 de mayo de 2018

"MI VIDA ENTRE CANCIONES". CAPÍTULO 28.



Aunque sea brevemente y de forma muy sintética, no puedo dejar de recordar unos años de mi vida, entre 1989 y 2001, en que me dediqué plenamente a la pedagogía aunque, por supuesto, sin arrinconar mi amor, a veces hasta un poco sádico, por la «canción de autor».

Trabajando en el colegio Aula Nueva, no sé ni cómo ni por qué, sufrí una rotura de menisco. El accidente coincidió con una larga huelga de la seguridad social que fue retrasando semana a semana la intervención quirúrgica que necesitaba con urgencia. Al final, como la baja por enfermedad se alargaba (ya habían pasado dos meses) y la lesión iba empeorando, no me quedó más remedio que ingeniármelas para operarme por lo privado. Felizmente, la intervención fue un éxito, pero el traumatólogo me aconsejó que durante un tiempo, además de hacer la imprescindible rehabilitación diaria, dejara la enseñanza, porque no era muy recomendable que pasara tantas horas de pie.

En aquellas circunstancias, por casualidad, una amiga que estaba trabajando como responsable de publicaciones en la Editorial Alhambra, decidió dejar el puesto y me propuso que la sustituyera. Me entrevisté con Eric Ruiz, que en aquel momento era el presidente de la editorial, y a los pocos días dejé el colegio y empece a trabajar en Alhambra como director editorial. Lo que decidí no abandonar fueron mis clases en la Escuela de Magisterio; continué con la optativa «Música, canción y pedagogía» en el turno de tarde.

Justo cuando empecé a trabajar en la Editorial Alhambra se acababa de aprobar la LOGSE (Ley de Ordenación General del Sistema Educativo); una ley que planteaba la implantación de una «reforma educativa» que, en aquel momento, valoré muy positivamente.


De aquella Reforma Educativa lo más necesario e innovador, y lo que más me interesó, fue su dimensión ética. En concreto, el reto que planteaba sobre la imprescindible necesidad de afrontar una educación sistemática en los grandes valores democráticos, considerados como contenidos transversales en todas las áreas del aprendizaje y para todos los niveles educativos.

Me interesó tanto que, a partir de 1989, diseñé y lancé desde la editorial un gran proyecto educativo para apoyar la puesta en marcha y el desarrollo de la Reforma. Por aquellas mismas fechas, Alhambra fue comprada por el Grupo Longman, que respaldó en todo momento mi trabajo.


Dentro de aquel proyecto lancé diversos materiales dedicados a la formación del profesorado. Entre ellos, la revista Cuadernos de la reforma y una colección de pequeños manuales prácticos a los que llamé Documentos para la reforma. Curiosamente, uno de aquellos manuales, el titulado Educación en valores y diseño curricular, ha sido mi libro de mayor tirada; llegamos a imprimir más de cuarenta mil ejemplares.


Simultáneamente, coordiné el método y el material didáctico Chispa de Educación Infantil, de la autora Manuela Toro, magnífica maestra granadina. Método al que incorporé cinco casetes con canciones infantiles, la mayoría populares, arregladas e interpretadas por Francisco Curto.

A Francisco Curto le había descubierto y conocido en los años setenta a través de tres magníficos discos que grabó en París: Poema del Mio Cid (1971), La guerra civil española (1973) y Miguel Hernández (1974). A partir de ahí, entablamos una buena amistad y, nada más pensar en la grabación de aquellas canciones infantiles, le propuse que lo hiciera él. El resultado fue de una calidad sorprendente. Paco logró darle un tono auténticamente popular a las más de ciento veinte canciones que grabó. 

A su vez, junto a un formidable equipo de colaboradores, puse en marcha un proyecto de Educación Primaria y Secundaria al que llamé Albanta que fue apadrinado por Luis Eduardo Aute. Se trataba de un proyecto que se identificaba plenamente con lo que decía la letra de aquella canción. En Albanta nos planteamos como objetivo prioritario la posible creación de un mundo nuevo y de una nueva realidad en la que, como dice Aute, «amar sea la flor más perfecta que crezca en nuestro jardín». Por aquel proyecto recibimos el Premio Emilia Pardo Bazán del Ministerio de Educación.

También en Alambra-Longman, y de vuelta con las canciones, tuve el inmenso placer de trabajar con Manuel Picón y Olga Manzano en otro proyecto pedagógico radicalmente innovador al que titulamos Canciones y jueguercicios de ortografía y expresión escrita.

Un buen día me llamó Manuel Picón por teléfono y me contó algo en lo que venía trabajando junto con Olga, por si me parecía interesante publicarlo. Al día siguiente, quedamos en la editorial y su propuesta me entusiasmó. Consistía en un método para enseñar las normas de ortografía y los recursos básicos de la expresión escrita a través de canciones.

En lo que Manuel me presentó, por una parte se fundían la canción y la pedagogía, que como ya sabréis es una de mis obsesiones irrenunciables; y, por otra, tenía mucho que ver con lo que decía don Miguel de Unamuno: «El pueblo necesita que le canten mucho más que el que le enseñen», y con un principio didáctico muy tradicional, pero prácticamente olvidado, el de motivar la enseñanza de los niños cantando, o sea, «deleitando». 

El proyecto me pareció apasionante y lo llevamos a cabo. Se componía de dos casetes con diez canciones cada uno, acompañados de unos cuadernos en los que se trabajaba la norma ortográfica o el tema de expresión escrita que se abordaba en cada canción. 

Fue una experiencia inolvidable. Acompañé a Olga y a Manuel en la promoción del proyecto y la verdad es que, aunque no fue un gran éxito comercial, nos lo pasamos muy bien y vivimos momentos verdaderamente geniales, como el día en que Joaquín Prat y Alejo García se pusieron a bailar en sus programas de radio y comentaron en directo que aprender así, por ejemplo, lo que es una palabra esdrújula, ¡merecía la pena!


Con la Reforma Educativa a cuestas y con aventuras locas como la de Olga y Manuel, trabajé en Alambra-Longman hasta 1992, año en que tomé la decisión de dejar la empresa para volar durante un tiempo en libertad. 

En aquel momento estaba naciendo en mi corazón y en mi cabeza un nuevo proyecto educativo al que llamé Alauda, centrado exclusivamente en la Educación para la Paz, los Derechos Humanos y la Democracia. Un proyecto en el que pude contar con el apoyo y la colaboración de amigos insustituibles como Victoria Camps, Adela Cortina, José Antonio Pérez Tapia, Juan Delval, Juan Carlos Tedesco y Javier Lucini, mi hijo, que publicó un precioso libro prologado por Victoria Camps, titulado El cine en el universo de la Ética.

Cuando Alauda empezaba a ser una realidad y un sueño posible, recibí una llamada de Antonio Basanta, director general del Grupo Anaya, para ofrecerme su apoyo y el de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, para darle al proyecto un mayor impulso. Me ofreció la posibilidad de transformarlo en un Programa de Cooperación Iberoamérica. La idea me pareció entusiasmante y, sin dudarlo, me integré en Anaya y nos pusimos a ello. 

A aquel programa lo llamé Aprender a vivir y tuve la gran oportunidad y la enorme dicha de poder lanzarlo y trabajar en él por casi toda Latinoamérica: Argentina, Uruguay, Perú, Colombia, Chile, Ecuador, Paraguay, Venezuela, Puerto Rico, y prácticamente toda Centroamérica. Viajé por todos esos países durante un año y me enamoré «hasta las cachas» de todos y cada uno de ellos. Año intenso y muy feliz del que podría escribir otro libro y bien gordo.


Y la «canción de autor», ¡¿cómo no?!, también estuvo presente en aquel momento de mi vida. Decidí que Aprender a vivir tuviera una especie de himno, una canción que pudiera servir de punto de encuentro para todos los niños y adolescentes que se acercaran al proyecto. Y enseguida pensé que nadie podría componerla mejor que Bernardo Fuster y Luis Mendo, del grupo Suburbano. Hablé con ellos y se pusieron a crearla de inmediato. Una vez compuesta, la grabamos en un CD (se publicó en 1995) y la presentamos en un precioso concierto celebrado en el salón de actos de la Editorial Anaya. El texto de la canción es el siguiente:


«Quisiera que supieras
que aún es posible lo que nunca sucedió;
si en tu mirada no hay fronteras
¿por qué las vamos a poner
entre tú y yo?

Quisiera que naciera
un arco iris solidario entre los dos,
recuperar la primavera
y llenar las sombras del silencio
con tu voz.

Si aún soñamos con volar
es que vamos a volar
por más que el tiempo se nos llene
día a día de fronteras.
¡Aprender a vivir!
¡Aprender a vivir!

Quisiera que quisieras
dejar que hable esta noche el corazón
para que el miedo quede afuera
cuando se une el sentimiento y la razón.

Quisiera que supieras
que no estás solo, que yo voy donde tú vas,
que la esperanza es del que espera,
que a fin de cuentas lo importante
está en amar».

Un año antes, los días 19, 20 y 21 de mayo de 1994, la «canción de autor» también estuvo vinculada al proyecto Alauda y a Aprender a vivir en la clausura de un Congreso de Educación en Valores que también se celebró en el salón de actos de Anaya, en Madrid, con un concierto al que asistieron más de trescientos profesores. 

Organicé aquel concierto, que en realidad fue más bien una gran fiesta, con el nombre de Cantemos como quien respira en homenaje a Gabriel Celaya. Participaron José Antonio Labordeta, Luis Pastor, Pablo Guerrero, Marina Rossell, Luis Eduardo Aute, Pedro Guerra, Olga Manzano y Manuel Picón, Andrés Molina y Javier Álvarez, invitado muy especial que no esperábamos (llegó con Pedro y con Andrés) y al que prácticamente no conocíamos, que fue la gran novedad y la gran sorpresa y revelación de la noche.


No quiero extenderme más en aquellos años de mi vida dedicados principalmente a la pedagogía (que, como se habrá podido comprobar, también fueron parte de «mi vida entre canciones»). Sí que me gustaría, sin embargo, hacer mención de dos libros que publiqué en esos años y que tienen un especial significado para mí. Me refiero a Sueño luego existo. Reflexiones para una pedagogía de la esperanza y Crónica cantada de los silencios rotos. Voces y canciones de autor 1963-1997. A ellos voy a dedicarles los dos siguientes capítulos.

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