Al evocar y escribir «mi vida entre canciones» me resulta imprescindible hacer presentes y «latentes» al amigo poeta Gabriel Celaya y a Amparo Gastón, su compañera del alma. ¡Cómo se amaban! Tonona y yo, durante muchos años, fuimos testigos directos y cotidianos del inmenso amor que les unía.
«Fue Amparito,
de repente real, de repente prodigio
materialmente fijo,
quien me salvó del caos cuando estaba perdido...
... desde entonces,
nos sentimos tan seguros, tan unidos,
Amparitxu
y este viejo burgués arrepentido».
(«A Amparitxu». Lo que faltaba, 1966)
A Gabriel Celaya empecé a admirarle y a leerle en 1966. Recuerdo que me invitaron los responsables del Junior de Alicante a participar en un curso dirigido a educadores y que al acabar el curso me regalaron una primera edición numerada del poemario Cantos íberos de Celaya, que había sido publicado por la revista Verbo, alicantina, en 1955. (Ejemplar que todavía conservo.)
En el viaje de regreso a Madrid, sin imaginarme la joya que tenía entre las manos (nunca hasta entonces había oído hablar de Celaya), empecé a leer aquel libro que me atrapó y que, segundo a segundo, verso a verso, me fue entusiasmando: «España en marcha», «Manos a la obra», «Todo está por inventar», «Defendamos nuestra vida», «Vivir para ver» o «La poesía es un arma cargada de futuro». Veinte poemas que aquel día se convirtieron en un auténtico e inolvidable regalo para mi sensibilidad y mi joven rebeldía.
Desde entonces, los Cantos íberos y la palabra de Gabriel Celaya me han hecho siempre compañía; y estallaron de júbilo, en lo más profundo de mi sensibilidad, el día que se los escuché cantar a Paco Ibáñez: «España en marcha» y «La poesía es un arma cagada de futuro». Fue en su disco grabado en París La poesía española de ahora y de siempre II (1967).
A partir de aquel día, escuchando a Paco, sentí una especial curiosidad por conocer algo más sobre la relación naciente entre la palabra de nuestros grandes poetas y la música; relación que, años más tarde, concreté en la expresión «la palabra se hizo música» que dio título a uno de mis programas de radio.
Investigando en ese sentido, volví a encontrarme con el pensamiento de Celaya, en esta ocasión muy vinculado con el de Blas de Otero. Ambos, poetas sociales y comprometidos, compartían la necesidad de que sus versos llegaran a la inmensa mayoría y, en particular, al sector social menos favorecido y más golpeado por la injusticia y el dolor; sector al que sobre todo se dirigían. Un objetivo que cada vez resultaba más difícil de alcanzar al ir quedándose la poesía como «emprisionada entre rejas» (las líneas de los libros) y, en consecuencia, hacerse cada vez menos asequible a las personas que no sabían leer o que carecían de medios para comprar libros.
Curiosamente, se trataba de una realidad que ya Gabriel había intuido y expresado en el prólogo de sus Cantos íberos: «El acceso a esa inmensa mayoría, sin la cual nuestra poesía no será nada, salvo bizantinismo, no puede lograrse con una revolución literaria. Los recursos técnicos, y en especial la posibilidad de hacer audibles y no solo legibles nuestros versos, son sumamente importantes y están llamados a revolucionar una literatura que venimos concibiendo desde el Renacimiento bajo el signo de la imprenta, que es como decir de la lectura a solas».
Entre amigos: Gabriel Celaya, Blas de Otero, Sabina de la Cruz y Amparo Gastón. (Foto de Garrido.) |
Aquella necesaria «revolución de la literatura» anunciada por Gabriel fue precisamente la que inició y lideró Paco Ibáñez en 1956 (y los cientos de cantautores que le secundaron y le sucedieron) con la creación de una «nueva canción» en la que la palabra poética se redimensionaba con la música y la voz de los cantores. Acontecimiento que supuso el renacer de un nuevo «mester de juglaría».
Pasó el tiempo y, años más tarde, días antes de presentar en la SGAE el primer volumen de Veinte años de canción en España (1963-1983), tomé la decisión (¡bendita sea!) de invitarle al acto. Conseguí su teléfono a través de Javier Aisa, le llamé, le conté quién era y me citó una tarde en el pequeño piso donde vivía, situado en la calle Nieremberg 23 del madrileño barrio de Prosperidad.
Aquel primer encuentro fue muy entrañable. Teníamos muchas canciones y muchos amigos en común. Hablamos de Paco Ibáñez, de Manolo Díaz, de Raimon, de Xabier Lete… Recuerdo que cuando le dije que Paco Ibáñez venía desde París a la presentación del libro me dijo: «Tengo muchas ganas de verle; así que cuenta conmigo. Allí estaré».
Con Gabriel Celaya y Amparitxu en la presentación del libro "Veinte años de canción en España (1963-1983)" 24 de octubre de 1984. |
Aquel primer encuentro supuso el inicio de una amistad inmensa, hasta el punto de que cuando fue necesario, en más de una ocasión, ingresarle de urgencia en la clínica Ruber de la calle Juan Bravo, Amparitxu y él mismo me pidieron, y así lo hice, que actuara como portavoz de la familia y me encargara, muy especialmente, de atender y controlar el aluvión de periodistas y visitas que se producían a diario en la clínica.
Desde aquel primer encuentro, Gabriel, Amparitxu, Tonona y yo compartimos momentos y experiencias inolvidables que, día a día, fueron tejiendo una relación hermosamente tierna y sincera.
Recuerdo, por ejemplo, el día que en ESCUNI los alumnos de tercero de magisterio montaron y representaron «El relevo», obra de teatro que Gabriel escribió en 1963. Hicieron una única representación y allí estuvimos. ¡Cómo disfrutamos! Hasta la infanta Elena, que en aquel momento era alumna, se quedó enamorada del poeta republicano.
En la Escuela de Magisterio ESCUNI durante la representación de la obra de teatro "El relevo" de Gabriel Celaya. Marzo de 1985. |
Fue muy emocionante la noche que salimos a cenar y en los postres me regaló sus cuatro primeros poemarios, cuando firmaba como Rafael Múgica o Juan de Leceta (libros que, por cierto, le regalé a Marwan el día que celebramos el centenario del nacimiento de Gabriel con una fiesta-concierto en la Sala Galileo en la que también intervinieron Alejandro Martínez, Alfonso del Valle, Antonio Higuero, Fernando Lobo, Jesús Garriga, Juan Antonio Muriel, Laura Granados, Manuel Cuesta, Mocho Otero, Olga Manzano, Pablo Sciuto, Paco Cifuentes, Rafa Mora, Sergio Arzola, Siliné, Tabaré Picón, Gonzalo Castro y Víctor Alfaro). Fue igualmente emocionante cuando, ya muy enfermo, me permitió que le grabara una entrevista en su casa que duró más de dos horas; entrevista de amigo (creo que la última que concedió) que después transmitimos en varios programas de Y la palabra se hace música que yo dirigía en la Cadena COPE.
Me resultó tremendamente desgarradora e indignante aquella mañana en la que Gabriel bajó las escaleras del metro y se le acercaron dos jóvenes. El poeta pensó que tal vez iban a pedirle un autógrafo y se sacó el bolígrafo del bolsillo. Pero no. Eran dos fascistas sinvergüenzas que le dieron un empujón y le tiraron por las escaleras. (¡Menudos cabrones!). Desgarrador igualmente el día que tuvo que vender su maravillosa biblioteca al Gobierno Vasco. Presencié cómo las estanterías se iban quedando vacías bajo la mirada triste del poeta. Podían haber esperado a que faltara Gabriel para ejecutar aquel gesto que, por otra parte, fue muy generoso.
Tampoco olvidaré nunca el día que me echó una bronca cariñosa como consecuencia de la liquidación de derechos de autor que acaba de recibir. «La culpa es tuya», me dijo. «¿Mía?». «¡Sí, tuya y de todos los maestros y profesores que os empeñáis en enseñarle a los niños una métrica insufrible (ABBA. Versos endecasílabos con rima asonante) y, ¡claro!, cuando la aprueban ya no vuelven a leer en su vida un poema». E inolvidable aquella mañana que le regalaron un reproductor de CD's (de los primeros que se fabricaron) y me llamó a casa para preguntarme si yo tenía algún CD de Paco Ibáñez o de Manolo Díaz. Cuando le dije que todavía no habían salido, sencillamente me respondió con bastante mal humor: «Pues a ver si se dan prisa. ¿A qué están esperando?». ¡Qué gran fidelidad manifestaba siempre Gabriel por sus amigos!
Imposible también olvidar el día que, estando en la clínica, bastante grave, vino a visitarle Camilo José Cela. Yo, cuando llegaba alguna visita, le preguntaba si le apetecía que pasara a la habitación; si decía que no, la atendíamos en una salita adjunta. Me dijo que sí, que pasara Cela (al que hacía años que no veía) y, como Celaya sabía que la clínica estaba rodeada de periodistas y cámaras buscando la noticia del día, lo primero que le preguntó a Camilo fue: «¿Quién ha venido a verme, el Premio Nobel o el amigo?». Don Camilo se quedó sin palabras y la visita no duró ni dos minutos.
Otro día, fue conmovedora la visita de una señora que nos dijo que no quería molestar a Gabriel, que solo venía para que le diéramos dos décimos de lotería que había comprado para él. «Yo no tengo prácticamente nada para ayudarle», –nos dijo–. «Pero a ver si hay suerte y le toca». Luego supe que aquella mujer era una gran amante y seguidora de la obra de Celaya, y que desgraciadamente a Gabriel no le había tocado la lotería.
Podría contar muchísimos más momentos entrañables que tuve el placer de compartir con Gabriel; podría escribir un libro con ellos.
Sin duda, el peor día fue cuando se nos fue. Yo estaba de viaje y recibí en el aeropuerto una llamada de Trini de León Sotelo, periodista del diario ABC. Me dio la triste noticia y me pidió que escribiese algo sobre el poeta para mandárselo urgente y publicarlo en la edición especial que iba a salir al día siguiente en las páginas de cultura (19 de abril de 1991). Con el corazón roto y los ojos llenos de lágrimas, en el mismo avión, me puse a escribir. Por la tarde le mandé el texto a Trini y llegó a tiempo para ser publicado. Por nada del mundo quise dejar de estar presente en aquel abrazo último que le dimos un grupo de amigos entre los que también estuvieron José Hierro, Gloria Fuertes, Emilio Alarcos, Ángel González, Caballero Bonald, Carlos Bousoño y la propia Amparitxu.
Esto fue lo que escribí:
«”Quizá cuando me muera, / dirán: Era un poeta…”. Gabriel Celaya escribía estos versos en 1956 y hoy, cuando nos ha dejado, cuando definitivamente nos ha dejado el azul mar y la gaviota de su mirada, su palabra vuelve a ser, más que nunca, como "el aire que todavía respiramos", como ese latido –parte del gran concierto– tan humilde y tan digno, tan guapo y tan comprometido, tan joven y tan descarado que a todos nos enamora y besa.
»Gabriel ha muerto y dirán: "Era un poeta", y lo es, como pocos lo son, y lo ha sido: "Él tenía las manos llenas de alegrías explosivas".
»Yo mismo acudí a nuestro primer encuentro buscándole como poeta, pero pronto, enseguida, descubrí y sentí junto a mí al hombre sencillo, bueno y limpio; al artesano del verso que con su mirada y un vaso de vino fue capaz de decirme que es posible vivir, que es posible salvar el mundo entero y que es grande la esperanza.
»A partir de aquel día me empezó a resultar casi imposible dejar de verme, con frecuencia, con el amigo poeta y, poco a poco, descubrí en él al hombre más tierno, más sensible y más bueno que jamás he conocido.
»Conocí a Celaya descarada y bellamente enamorado de Amparitxu ("estoy vivo todavía gracias a tu amor, mi amor, / y aunque sea un disparate, todo existe porque tú existes"). Amé al Celaya que tan solo hace unos meses, ya bastante enfermo, se seguía emocionando como un niño ante sus nuevos versos recién publicados. Amé al Celaya que jugueteaba, con una sonrisa pícara y desbordante, por aquella mousse de chocolate que desde tiempos lejanos tanto le gustaba y que Amparo, celosa y también feliz y juguetona, no quería prepararle. Recuerdo que una vez la tomó en mi casa y aquello fue una fiesta, la fiesta sencilla del que gozaba de la vida con las cosas más insignificantes. Amé al Celaya positivo cuyo secreto era: todavía; al Celaya que todo lo disculpaba y al que jamás le escuché una palabra de agresividad ni de queja contra nadie. “Soy feliz –decía– y, por eso, también un poco tonto”.
»Era un poeta y hoy, parte sustancial y buena del gran concierto de la vida: del concierto solidario y utópico de una España todavía en marcha y del concierto íntimo y agradecido de los que aprendimos a vivir, a ser felices, a creer y a esperar en la voz y en el alma del poeta».
En varios momentos de este texto hago la evocación y cito algún fragmento del poema «Despedida» de Gabriel Celaya. El poema completo dice así:
«Quizás, cuando me muera,
dirán: Era un poeta.
Y el mundo, siempre bello, brillará sin conciencia.
Quizás tú no recuerdes
quién fui, mas en ti suenen
los anónimos versos que un día puse en ciernes.
Quizás no quede nada
de mí, ni una palabra,
ni una de estas palabras que hoy sueño en el mañana.
Pero visto o no visto,
pero dicho o no dicho,
yo estaré en vuestra sombra, ¡oh hermosamente vivos!
Yo seguiré siguiendo,
yo seguiré muriendo,
seré, no sé bien cómo, parte del gran concierto.»
Pues bien, evocando estos versos de Celaya, quiero recordar también en este momento de «mi vida entre canciones» a todos los cantautores que se nos fueron entre 1973 y junio de 2017. Grandes creadores ausentes que, en realidad, como Gabriel Celaya, siguen siendo, con sus versos y sus canciones, parte del gran concierto.
Nino Bravo (1944-1973), Cecilia (1948-1976), Luis Marín (1948-1978), Jesús de la Rosa (1948-1983), Andrés do Barro (1947-1989), Gato Pérez (1951-1990), Camarón de la Isla (1950-1992), Manuel Picón (1939-1994), Antonio Flores (1961-1995), Ovidi Montllor (1942-1995), Juan Antonio Canta (1966-1996), José María Alonso (1953-1997), Enrique Urquijo (1960-1999), Carlos Cano (1946-2000), Suso Vaamonde (1950-2000), Carmen Santonja (1934-2000), Indio Juan (1934-2002), Antonio Sánchez (fallecido en 2003), Chicho Sánchez Ferlosio (1940-2003), Manzanita (1956-2004), Imanol Larzabal (1947-2004), Romero San Juan (1948-2005), Lourdes Iriondo (1937-2005), Hilario Camacho (1948-2006), Joan Baptista Humet (1950-2008), Esteban Valdivieso (1951-2008), Mikel Laboa (1934-2008), Dolors Laffitte (1949-2008), Mari Trini (1947-2009), Antonio Vega (1957-2009), Quintín Cabrera (1944-2009), Xabier Lete (1944-2010), José Antonio Labordeta (1935-2010), Enrique Morente (1942-2010), Germán Coppini (1961-2013), Antonio Mata (1947-2014), Antonio Piera (fallecido en 2015), Teresa Rebull (1919-2015), Manuel Molina (1948-2015), Gloria Van Aerssen (1932-2015), Antonio Resines (1949-2015), Javier Krahe (1944-2015), Moncho Alpuente (1949-2015), Andrés Lewin (1978-2016), José Menese (1942-2016), Bibiano (1950-2016), Manolo Tena (1951-2016), Carlos Montero (1938-2016), José Peña «El Lebrijano» (1941-2016), Nino Sánchez (1942-2017) y Pere Tàpias (1946-2017).
Ay, y ¡por favor amigos!, no os olvidéis de mí. Guardadme un sitio para cuando volvamos a encontrarnos.
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