Dibujo de Alfredo González. LUIS EDUARDO AUTE |
Hace ya varias semanas que he sentido una gran necesidad
de recuperar este "retrato íntimo" que escribí
en mi libro "Crónica cantada de los silencios rotos" publicado en 1998;
recuperarlo para expresar –a través de él– el inmenso cariño
y la tremenda admiración que siento hacia Eduardo desde hace mucho tiempo.
Hoy, que oficialmente ya es público que se está recuperando
–por lo que nos sentimos inmensamente felices– me he decidido
a compartirlo aquí donde "cantamos como quien respira".
¡Ojalá muy pronto, lo antes posible, podamos abrazarle!
Me encontré con él y con sus canciones en el tiempo en el que buscábamos, desesperadamente, «rosas en el mar» –«los pies desnudos, la voz al viento; las manos limpias, la sangre ardiendo»– y clamábamos al firmamento: «La verdad, ¿dónde estará la verdad?»...
Lo recuerdo muy bien, fue para mi como «una llama que apartó tinieblas en los claroscuros de mis pensamientos»...; incendió …«la vida que fluye en las ramas del árbol que llevo en el cuerpo» y «resucitó mis músculos dormidos» –sed de sentimientos–...; me enseñó a escuchar «la débil voz y el inexorable latido que brota de hombre que nunca quiso ser máscara del hombre», y entré en su «templo encomendando mis espíritu al vientre consumado de mi bien amada».
Enganchado a sus canciones, descubrí que la vida es «rito», «sarcófago» y «espuma»; que es «alma», «fuga» y «nudo»; ternura, deseo y desamor –«enamorarse o morir»; pasión y laberinto de tinieblas –«cuerpo a cuerpo»; «esfera del azar..., fe de armonía»...; «milagro de la luz en las pupilas»...: querencia, alevosía y arrebato: «¡A vivir que la vida no es medida, ni porvenir!..., que queda todo, todo, todo por sentir».
Él se negó a «ser tiempo en el espacio» apuntalando un mar –promesa de libertad– que es como «un niño que canta sobre cuarenta prisiones» –«un niño que se despierta como una ola gigante; lleva en el puño una perla y un coral rojo en la sangre»–; él aprendió del niño-Pablo los secretos de «Albanta», donde «el amor es la flor más perfecta que crece en el jardín»; y convencido radical de que «el fuego es el orden», emprendió su inexorable batalla: «al alba, en pie de guerra y con un beso por fusil» –«habrá que hacer acopio de fusiles que disparen girasoles»; Van Gogh, desde su nube, está dispuesto a descargar «bombas de flores»–.
Alguien le dijo: «Mira, Eduardo, no te esfuerces, déjalo estar; ayer amores, hoy ni flores...»; estuvo unos instantes con la vida arriada, perdido en laberintos de «quién soy yo y a dónde voy...», pero pronto –irreversible militante de la belleza– recordó: «Que no, que no, que el pensamiento no puede tomar asiento»... y así, con su coherencia personal –esa coherencia solidaria, sensible y apasionada que nunca le abandona–, aquí sigue: manteniendo su empeño de «combatir molinos» –«creyendo que la razón, sin el ensueño, produce desatinos»–; huyendo de las prisas –«yo quiero amarte paso a paso, con pausas insumisas»–; descaradamente sacrílego frente a la hipocresía y el poder –«sé bien que no es la mano del Rey Midas la que vendrá a salvar mi naufragado corazón»–; y hermosamente inmoral contra la moral de los que persisten en el empeño de «acribillar latidos para que suenen relojes» –«aunque me expulsen de sus paraísos, no pienso doblegarme a sus avisos... ¡no quemarán mis alas!»–.
Alas trazadas en palabras que no cesan de danzar «siguiendo la singladura que un albatros le marcó»; alas en la desnudez y en la pasión de sus pinceles; alas en cada una de sus secuencias cuando penetra, enamorado y atrevido, en el lenguaje cinematográfico –últimamente en el lenguaje de la animación–; alas de amigo entrañable al que es imposible dejar de querer.
Gracias como siempre Fernando
ResponderEliminar¡Gracias a ti por estar tan cerca!
Eliminar