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miércoles, 15 de julio de 2020

MI VIDA ENTRE CANCIONES 2


Cuando tenía aproximadamente un año y medio, la familia completa se trasladó de Girona a Jaén. Mis recuerdos infantiles de aquellos primeros años sureños no son muchos, pero algunos revolotean aún en mi memoria con nitidez.

Al llegar a Jaén nos instalamos en el gran caserón donde vivía mi abuelo materno; estaba situado en la calle Las Novias, nombre que siempre me ha intrigado, sobre todo por ese plural. ¿A quién y por qué se le ocurrió llamar así a aquella calle empedrada del casco antiguo de la ciudad? 

Me lo he preguntado muchas veces y nunca había logrado averiguarlo hasta que, colaborando recientemente en el programa de Radio Nacional Esto me suena. Las tardes del Ciudadano García, conocí a Miriam Plaza

Miriam tenía en ese programa una sección llamada «El nombre de mi calle» en la que los oyentes llaman por teléfono, preguntan el origen del nombre de su calle y ella, tras investigarlo a fondo (no siempre es fácil), lo averigua y lo cuenta en antena de forma rigurosamente documentada.

Un día, charlando en la redacción, le dije a Miriam que iba a llamarla por teléfono, como solían hacer los oyentes, porque yo también quería saber cuál era el origen del nombre de mi calle: Las Novias, de Jaén. Lo hice y, pasadas unas semanas, me sorprendió en directo dando respuesta a mi curiosidad de muchos años atrás. Voy a recuperar lo que consiguió averiguar, porque creo que es una historia bien linda, curiosa y llena de romanticismo.

Según la presidenta de la Asociación de Guías de Turismo Oficiales de Jaén, que fue la persona con la que Miriam conectó para hacer la investigación, el origen del nombre de la calle Las Novias en la que crecí es el siguiente:

La calle de "Las novias" es la que aparece a la derecha,

Parece ser que en el siglo XVII, en esa calle en cuestión, había una casa donde vivía un matrimonio con siete hijas. Eran todas jóvenes, pero no conseguían casarse porque, al parecer, según la leyenda, no eran muy agraciadas físicamente. Un día, una de ellas, la mayor, dando un paseo por el campo, se encontró con un mozo que se fijó en ella; ligaron, se enamoraron y consiguieron casarse. A partir de aquel casamiento, el resto de las hermanas, paseando por el mismo lugar, fueron encontrando sus respectivos novios. Todas las tardes, a la misma hora, aparecían en la calle para visitar a sus amadas, hablar con ellas y «lo que se terciara»; eso sí, en la puerta de entrada o a través de la ventana, que era lo máximo permitido… Pues bien, aquello llamó la atención a los vecinos y a partir de entonces mi calle quedó bautizada popularmente con el nombre de «La calle de las novias». ¡Me encanta! Hoy por hoy me siento orgulloso de haber crecido allí.

Y volvamos sobre mi casa en Jaén. Tenía un largo pasillo al que daban, prácticamente, todas las habitaciones; entre ellas el cuarto de estar donde teníamos la radio, el cuarto de los baúles (que tantas veces pude explorar) y el cuarto del piano, llamado así porque en aquella habitación había un precioso piano. 

Aquel piano, desde que llegamos a Jaén, fue muy importante para mí y tiene su historia. 

En la casa de la calle Las Novias también vivía con nosotros una hermana de mi madre que era soltera y murió siéndolo, la tita Carmen, a la que mi abuelo había obligado a hacer la carrera de piano (¡ordeno y mando!). Ella, obediente (¡como debía ser, sobre todo por tratarse de una chica!), la hizo y completa. Pero lo cierto es que, una vez que terminó aquellos estudios, no volvió a tocar una tecla en su vida y, ¡claro!, el pobre piano (como el arpa de la rima de Bécquer) permaneció allí, «en el ángulo oscuro, totalmente desafinado y de su dueña olvidado». (Por cierto, ¡qué hermosamente musicalizó y cantó Benito Moreno, en 1980, aquella «Rima VII» de Gustavo Adolfo!).


Menos mal que llegué yo y que, un buen día, debía tener tres años, trepé por el taburete, me senté en él, abrí la tapa y primero una tecla, después otra y así hasta acabar con un aporreo incontrolado. Ejercicio pianístico que realizaba con frecuencia y que fue mi primer contacto con aquella magia que sonaba y tanto me sorprendía: ¡la música! Desafinada y sin sentido, pero música a fin de cuentas. En aquellos trances siempre terminaba apareciendo un adulto que me obligaba a bajar del taburete, cerraba la tapa del piano y me decía: «¡Para ya, que nos va a explotar la cabeza!».

Y vuelvo al pasillo de la casa de la calle Las Novias. Allí me pasaba gran parte del día jugando y dándole pábulo a mi naciente y desbordante imaginación. Fue allí donde empecé a saber y a experimentar lo que era soñar. Sueños en aquel momento lúdicos en los que tan pronto era un cura que daba la comunión a mi familia con chocolatinas redondas de Nestlé, como un pianista muy famoso y aplaudido, sueño que nunca se hizo realidad. Por supuesto, lo de ser cura tampoco. 

Otro recuerdo imborrable de aquella primera infancia sureña tiene nombre de mujer. La llamábamos Mariquita, una mujer extraordinaria y muy humilde a la que mi madre le daba unas monedas para que me sacara de paseo. Mujer radicalmente alegre, divertida, buena, libre y diferente; mi primera maestra de la vida con la que realicé mis primeros aprendizajes de lo que era la alegría, la ternura, el optimismo y el amor. ¡Y cómo me quería! Cada vez que me acuerdo de ella, y lo hago con bastante frecuencia, no puedo evitar relacionarla con Teresa, otra gran mujer («récord d'infantesa») a la que Ovidi Montllor le dedicó su bellísima canción «Homenatge a Teresa»: «Ens parlava de l'amor com la cosa més bonica i preciosa. Sense pecats…». Así era también Mariquita. Muchos años después supe que aquella maravillosa mujer fue la abuela del cómico (buen actor) Santi Rodríguez.

¡De película de posguerra! Mi hermano y yo (el de la izquierda)
tomándonos un "¡qué sé yo!" "no sé cuando".

En 1950, mis padres decidieron llevarme a un colegio y me metieron en el de las Hijas de Cristo Rey, que estaba en un caserón de la calle Obispo Aguilar. Acababa de cumplir los cinco años y recuerdo que, al principio, aquello fue un trauma. Acostumbrado a la libertad y a la desbordante alegría vivida con Mariquita, aquellas «oscuras» monjas, de hábitos negros y cofias tiesas y almidonadas, no me gustaban nada. Ante aquella situación, me pasaba el día llorando o, mejor dicho, berreando.

Sé lo del berreo porque un día, años después, me contó mi tío Manolo, hermano de mi madre que vivía muy cerca del colegio, que una mañana pasó por la puerta y le llamaron la atención los berridos infantiles que salían por una de las ventanas. Lleno de curiosidad, se paró a escuchar y enseguida descubrió que era yo, su sobrino, el que lloraba. Entró en el colegio, preguntó qué me pasaba y me rescató. A decir verdad, yo de aquello no me acuerdo.

Lo que sí recuerdo es que las monjas, cuando ya no soportaban por más tiempo mis lloreras, me separaban del grupo de compañeros y compañeras y me llevaban castigado al lavadero o al cuarto de planchar, algo que llegó a encantarme porque tenía mucho morbo. ¡Que me castigaran se convirtió en un placer! (hermosa palabra que siempre reivindicaré).

En el lavadero de las monjas me encantaba verlas hacer jabón, y en el cuarto de plancha descubrí, con especial sorpresa, cómo iban adquiriendo rigidez, por el calor, aquellas cofias blancas, tiesas y almidonadas que se ponían en la cabeza, o cómo planchaban su ropa interior. Todo aquello, en realidad, tenía para mí un punto de naciente erotismo; en aquellos primeros castigos escolares fue donde descubrí que las monjas eran mujeres; o sea, que debajo de sus cofias y de sus lúgubres sotanas de entonces, aparte de su vocación, de su humanidad y de su entrega educativa, tenían, por ejemplo, pechos, bragas y sujetadores, igual que mi madre y mi tía, ¡como es normal!

En 1952, los Hermanos Maristas, tras su salida de Jaén en 1940 una vez acabada la Guerra Civil, volvieron a la ciudad para abrir y poner en marcha un nuevo colegio. Lo hicieron, provisionalmente, muy cerca de mi casa, en el antiguo palacio del Capitán Quesada, situado en la Plaza de la Merced. Mis padres, nada más enterarse de la noticia, me sacaron de las monjas y allí que nos llevaron a mi hermano y a mí para ser de los primeros matriculados. El 6 de octubre empezamos el curso.

Y digo yo: ¿Qué estaríamos mirando?

Yo tenía seis años y, una vez más, lo de ir al colegio no me gustaba nada. Recuerdo que en aquel primer curso me escapé varias veces para irme a casa. Nunca me olvidaré de una de aquellas escapadas: Yo corriendo por las calles Merced Alta y Las Novias hasta llegar a mi casa y el hermano Luis corriendo que se las pelaba detrás de mí. Ya en mi casa (yo llegue antes), mi madre le dio al marista un vaso de agua y un abanico para que se refrescara, y a mí me soltó un buen par de bofetadas.

De cualquier forma, a pesar de aquellas escapadas, pasado un tiempo, en aquel colegio fui feliz y me sentí muy querido. No puedo decir lo contrario.

Lo que más recuerdo de aquellos días y del Palacio Quesada donde estaba el colegio, era una escalera de caracol por la que solamente estaba permitido que subieran los «hermanos» y que daba acceso a lo que llamaban «clausura», o sea, a unas habitaciones privadas y misteriosas en las que estaba prohibida la entrada a los alumnos (y digo «alumnos» porque el colegio era solo masculino).

Fue allí donde, por primera vez en mi vida, las palabras «clausura» y «prohibido» empezaron a ser para mí una especie de reto, o quizá de tentación, que me incitaba placenteramente a la transgresión. Nada me interesaba más en aquel momento que subir aquella escalera de caracol y descubrir qué había, qué se escondía y qué se hacía en la «clausura». Pues bien, después de varios intentos arrepentidos a mitad de la ascensión, un buen día llegué hasta arriba del todo, abrí un poquito la puerta y descubrí al hermano José en pantalones y camiseta, o sea, sin sotana, ¡como mi padre y mi abuelo! Pero lo más importante que descubrí aquel día, y todos los siguientes que realicé la ascensión, fue el gran placer que, a pesar del miedo y el riesgo, puede producir la transgresión de lo prohibido.

El 9 de mayo de 1953 hice la primera comunión en el colegio. En abril del 55 el obispo Don Félix Romero Mengíbar bendijo y colocó la primera piedra del futuro nuevo colegio y, en el 56, allá que nos fuimos. 

Yo tenía diez años, era feliz, pertenecía a una «familia bien» andaluza, aunque venida a menos, y todavía, prácticamente, no me había enterado (la verdad es que no sentía la menor curiosidad) de quién era Franco ni de lo que significaba la cruenta dictadura política que en aquel momento estábamos sufriendo en España.

Mientras tanto, en 1955, ¡Y YO SIN SABERLO!, el poeta Blas de Otero había escrito su libro Pido la paz y la palabra («la paz para poder vivir, y la palabra en defensa del derecho a la vida, y del reconocimiento de la dignidad humana»); y Gabriel Celaya, al que años después tanto amé, publicaba su poemario Cantos íberos, libro que llegó a calificarse como «la Biblia de la poesía social» («la poesía es un instrumento entre otros, para transformar el mundo…; es un arma cargada de futuro…; es el canto que espacia cuanto dentro llevamos…; ¡cantemos como quien respira!»).

Amparitxu Gastón, Sabina de la Cruz, Blas de Otero y Gabriel Celaya.

En 1956, ¡Y YO SIN SABERLO!, Paco Ibáñez, exiliado en París, componía su primera canción sobre el poema de Luis de Góngora «La más bella niña». Primera «canción de autor» de nuestra historia reciente creada a partir de la musicalización de un poema, o sea, estaba empezando a surgir el renacimiento de un nuevo «mester de juglaría».

Al año siguiente, 1957, en Barcelona, Josep Maria Espinàs, escritor y periodista, tras conocer y entusiasmarse con el movimiento de la vecina Chanson Française y especialmente impactado por la personalidad y las creaciones de Georges Brassens, prepara y desarrolla varias conferencias en catalán bajo el título de George Brassens el trovador del nostre temps; conferencias en las que destacó y reivindicó la necesidad de que la canción catalana adquiriera un contenido social y literario comprometido y de calidad para poder liberarla de la banalidad a la que, en aquel momento, se encontraba sometida. ¡Y YO SIN SABERLO!

Aquel mismo año tuvo lugar también un acontecimiento importante relacionado con el mundo discográfico: la edición de un vinilo del cantante lírico Manuel Ausensi interpretando, en catalán, poemas de autores catalanes como Salvat-Papasseit o Joan Maragall, con música de Eduard Toldrà. Acontecimiento que se repitió en 1958, aunque en un estilo musical y poético completamente diferente, con la edición de dos singles con canciones cantadas igualmente en catalán (primeros discos de la canción catalana moderna). En ambos discos, tanto Las Hermanas Serrano como José Guardiola, que en aquella ocasión firmó como Josep Guardiola, interpretaban y popularizaban, por primera vez, éxitos internacionales traducidos en lengua catalana. ¡Y YO SIN SABERLO!




Por aquellos mismos años, concretamente en 1953, en Argentina, Atahualpa Yupanqui, hijo de criollo y de vasca, grababa su primer LP titulado Una voz y una guitarra; y Violeta Parra, en Chile, su primer single en solitario, un disco compuesto por dos de sus primeras canciones: «Que pena siente el alma» y «Casamiento de negros». E igualmente, ¡YO SIN SABERLO!

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