"CRÓNICA CALLADA DE LOS SILENCIOS ROTOS"
publicado por Alianza Editorial en 1998.
publicado por Alianza Editorial en 1998.
Carlos Cano escribía algo en 1984 –en el libro "Pueblo que canta", editado por la "Asociación para la Música Popular"– con lo que me sigo sintiendo plenamente identificado:
“La canción me dio voz, me abrió ventanas, me apartó sombras, me hizo libre, me puso alas, venció fantasmas, me alimentó ternuras, me quitó el miedo a la soledad, me unió a la gente, me dió una luz, sentimiento, dolores y alegrías, alamedas, caminos, ideas, horizontes, esperanzas, tierra, cielo y una luna clara para soñar.
La canción me dio herramientas para el amor, fuego por dentro, instinto, rebeldía, compromiso, bastón de ciego, magia, utopía, mar de sueños, transparencias, corazón, estrellas para leer, melancolía, silencio. Y lo más hondo de uno en lo más hondo de todos. Yo sólo puse el viento».
Abril 1997. Han pasado treinta y cinco años y aquel adolescente que fui ya se ha convertido en un adulto al que, por la lógica del tiempo y el desgaste de las horas, le queda, muy posiblemente, por vivir, menos de lo que he vivido. Hoy ya no me habita el aburrimiento –¡no me lo puedo permitir!– y la vida cada vez me resulta mucho más inquietante.
Acabo de recibir el último disco de Raimon, un disco que aparece después de varios años de silencio, y, de nuevo, como en aquella atardecida adolescente y provinciana me dispongo al sensitivo ceremonial de sentarme serenamente a escucharlo. ¡Qué vértigo y qué emoción escuchar de nuevo su voz ahora madura, rotunda, cálida y convincente!
La canción me dio herramientas para el amor, fuego por dentro, instinto, rebeldía, compromiso, bastón de ciego, magia, utopía, mar de sueños, transparencias, corazón, estrellas para leer, melancolía, silencio. Y lo más hondo de uno en lo más hondo de todos. Yo sólo puse el viento».
Abril 1997. Han pasado treinta y cinco años y aquel adolescente que fui ya se ha convertido en un adulto al que, por la lógica del tiempo y el desgaste de las horas, le queda, muy posiblemente, por vivir, menos de lo que he vivido. Hoy ya no me habita el aburrimiento –¡no me lo puedo permitir!– y la vida cada vez me resulta mucho más inquietante.
Acabo de recibir el último disco de Raimon, un disco que aparece después de varios años de silencio, y, de nuevo, como en aquella atardecida adolescente y provinciana me dispongo al sensitivo ceremonial de sentarme serenamente a escucharlo. ¡Qué vértigo y qué emoción escuchar de nuevo su voz ahora madura, rotunda, cálida y convincente!
«Hem viscut junts, ben junts
ara fa ja molts anys,
qui sap què ens portarà,
què ens portarà demà.
I volem viure junts
els temps nous que vindran
i volem lluitar junts
per tot el que hem lluitat.
Com l'amor,
com el foc,
com la veu,
com la llum».
("Viure junts")
«Hemos vivido juntos, muy juntos, / ahora hace ya muchos años, / quién sabe qué nos traerá, / qué nos traerá el mañana. / Y queremos vivir juntos / los tiempos nuevos que vendrán, / y queremos luchar juntos / por todo lo que hemos luchado. / Como el amor, / como el fuego, / como la voz, / como la luz».
("Vivir juntos").
Amor, foc, veu, llum, lluitat, junts... –de nuevo aquellas mismas palabras breves– «i volem lluitar junts per tot el que hem lluitat»... –y de nuevo la misma sensación, con treinta y cinco años más a la espalda: un árbol que sigue creciendo entre las manos, un mar sobre mi frente y la esperanza como alfombra extendida a nuestro paso–.
La audición de las «cançons de mai» de Raimon, y la evocación de aquellas sus primeras canciones que tanto influyeron en mi adolescencia, y después, en todo lo que he vivido, me hicieron replantearme, una vez más, la necesidad de volver a escribir sobre lo que supuso, para la historia personal y colectiva de un gran sector de mi generación, y sobre lo que hoy puede estar suponiendo en nuestra realidad social y cultural, el nacimiento y el desarrollo de aquella forma distinta y alternativa de entender la canción y de hacer canciones.
Esta necesidad de escribir, que ya pude satisfacer en 1984 con la publicación de los cuatro volúmenes de "Veinte años de canción en España", me vuelve a surgir ahora cada vez que alguien me habla, con sorpresa y con admiración, de los "jóvenes cantautores", y cada vez que los que, de forma ejemplarmente incansable, siguen en la brecha, me hacen llegar y sentir sus nuevas canciones.
Tan sólo hace unos días recibía el último CD de Labordeta –"Paisajes" (1997)–, y en su cariñosa y escueta dedicatoria me decía: «Fernando: Y aquí seguimos». Aquí seguimos, sí, con todo lo vivido guardado en la memoria y en el corazón, y con el futuro y la esperanza por delante «como una estrella que nos sigue habitando en el pecho». («Tenemos una estrella / en el fondo del pecho / y una pupila abierta de vigilia / del siempre estar despiertos». Manuel Pacheco / Luis Pastor. "Despiertos, compañeros").
(Aquí seguiremos a pesar de los "modernos burguesolvidadizos", o de los "progres sordos y derechirreciclados" que no dejan de preguntarse: «¿Dónde están los cantautores?»).
Por fin, hoy, al decidirme a volver a crear un nuevo libro sobre la canción, tengo que reconocer que me dispongo a hacerlo, en primer lugar, por lo de siempre, es decir, por convencimiento, por amor y por fidelidad; pero además, en este momento, por algo más; por algo que considero urgente y necesario; por algo que necesito hacer antes de que la vida me pueda robar esa posibilidad: por la necesidad que siento de recuperar, sobre todo para las nuevas generaciones, nuestra memoria histórica; luminosa y fértil memoria colectiva, traducida en miles de canciones, que para muchos es ignorada, y para otros, lo que e peor, hipócritamente olvidada.
Recuperar nuestra memoria colectiva no supone, desde mi punto de vista, agarrotarse a la añoranza o a una nostalgia paralizante, ¡todo lo contrario!, supone abrirse a la vida, a la esperanza y al futuro desde la sabiduría que supone proporcionarnos, como diría Aranguren, «la experiencia de la vida como saber adquirido viviendo»; un saber que no es el estudiando y aprendido de forma puramente racional en sólidos e insufribles tratados, y que no es intelectual, sino rotundamente vital. Juan Cruz, en su "El territorio de la memoria" (1995), nos lo confirma hermosamente refiriéndose a la literatura:
«La memoria hace el milagro; camina a velocidades vertiginosas, se ríe sola, llora a veces, es un torbellino que te permite ser tú y el otro y el espejo de ti mismo, el paso audaz de la infancia, la premonición de la vejez. [...] La memoria es el territorio más transparente. Con la memoria no hay soledad, ni exilio».
Me dispongo, en consecuencia, a adentrarme en el transparente territorio de nuestra memoria colecctiva para rescatar y relatar la crónica de un tiempo y de un país (España, 1963 a 1997) a través de los paisajes y de las huellas que nos han venido dejando, en su canto, los poetas; canciones que, contempladas y sentidas en su conjunto, nos muestran lo que me atrevería a calificar como los latidos más auténticos y más entrañables de nuestra historia.
Siempre lo afirmé y hoy me reafirmo en mi pensamiento: Si, con el paso de los años, las generaciones venideras quisieran profundizar en la historia de nuestro país durante los últimos cuarenta años del siglo XX, necesariamente deberían acudir a la canción; en ella descubrirán, con sorpresa, todo aquello que con frecuencia suele ignorarse en los tratados de sesudos historiadores; descubrirán en el lenguaje popular –ese lenguaje en el que se funden inseparablemente palabra y sentimiento– el dolor y la alegría de la gente, su desesperación y su esperanza; su desencanto y su capacidad para el reencantamiento; la realidad de su vida cotidiana y la de su razón utópica: esa otra realidad de lo soñado como aspiración y como posibilidad y, a la vez, como derecho y como deber. («Somniem, si, constantment, somniem sense límits en els somnis, somniem fins l'inimaginable». «Soñamos, sí, constantemente, soñamos sin límites en los sueños, soñamos hasta lo inimaginable». Lluís Llach. "Somniem". 1989).
A esas nuevas generaciones, en especial, quiero dedicarles este libro, y dedicárselo adaptando y haciendo mías unas palabras que me atrevo a robarle a Gabriel Celaya, a quien tanto amé, y al que sigo amando y teniendo presente en lo más profundo y en lo más limpio de mi identidad:
* * * * * * * * * *
La audición de las «cançons de mai» de Raimon, y la evocación de aquellas sus primeras canciones que tanto influyeron en mi adolescencia, y después, en todo lo que he vivido, me hicieron replantearme, una vez más, la necesidad de volver a escribir sobre lo que supuso, para la historia personal y colectiva de un gran sector de mi generación, y sobre lo que hoy puede estar suponiendo en nuestra realidad social y cultural, el nacimiento y el desarrollo de aquella forma distinta y alternativa de entender la canción y de hacer canciones.
Esta necesidad de escribir, que ya pude satisfacer en 1984 con la publicación de los cuatro volúmenes de "Veinte años de canción en España", me vuelve a surgir ahora cada vez que alguien me habla, con sorpresa y con admiración, de los "jóvenes cantautores", y cada vez que los que, de forma ejemplarmente incansable, siguen en la brecha, me hacen llegar y sentir sus nuevas canciones.
Tan sólo hace unos días recibía el último CD de Labordeta –"Paisajes" (1997)–, y en su cariñosa y escueta dedicatoria me decía: «Fernando: Y aquí seguimos». Aquí seguimos, sí, con todo lo vivido guardado en la memoria y en el corazón, y con el futuro y la esperanza por delante «como una estrella que nos sigue habitando en el pecho». («Tenemos una estrella / en el fondo del pecho / y una pupila abierta de vigilia / del siempre estar despiertos». Manuel Pacheco / Luis Pastor. "Despiertos, compañeros").
(Aquí seguiremos a pesar de los "modernos burguesolvidadizos", o de los "progres sordos y derechirreciclados" que no dejan de preguntarse: «¿Dónde están los cantautores?»).
Por fin, hoy, al decidirme a volver a crear un nuevo libro sobre la canción, tengo que reconocer que me dispongo a hacerlo, en primer lugar, por lo de siempre, es decir, por convencimiento, por amor y por fidelidad; pero además, en este momento, por algo más; por algo que considero urgente y necesario; por algo que necesito hacer antes de que la vida me pueda robar esa posibilidad: por la necesidad que siento de recuperar, sobre todo para las nuevas generaciones, nuestra memoria histórica; luminosa y fértil memoria colectiva, traducida en miles de canciones, que para muchos es ignorada, y para otros, lo que e peor, hipócritamente olvidada.
Recuperar nuestra memoria colectiva no supone, desde mi punto de vista, agarrotarse a la añoranza o a una nostalgia paralizante, ¡todo lo contrario!, supone abrirse a la vida, a la esperanza y al futuro desde la sabiduría que supone proporcionarnos, como diría Aranguren, «la experiencia de la vida como saber adquirido viviendo»; un saber que no es el estudiando y aprendido de forma puramente racional en sólidos e insufribles tratados, y que no es intelectual, sino rotundamente vital. Juan Cruz, en su "El territorio de la memoria" (1995), nos lo confirma hermosamente refiriéndose a la literatura:
«La memoria hace el milagro; camina a velocidades vertiginosas, se ríe sola, llora a veces, es un torbellino que te permite ser tú y el otro y el espejo de ti mismo, el paso audaz de la infancia, la premonición de la vejez. [...] La memoria es el territorio más transparente. Con la memoria no hay soledad, ni exilio».
Me dispongo, en consecuencia, a adentrarme en el transparente territorio de nuestra memoria colecctiva para rescatar y relatar la crónica de un tiempo y de un país (España, 1963 a 1997) a través de los paisajes y de las huellas que nos han venido dejando, en su canto, los poetas; canciones que, contempladas y sentidas en su conjunto, nos muestran lo que me atrevería a calificar como los latidos más auténticos y más entrañables de nuestra historia.
Dibujo de Eduardo Aute. |
Siempre lo afirmé y hoy me reafirmo en mi pensamiento: Si, con el paso de los años, las generaciones venideras quisieran profundizar en la historia de nuestro país durante los últimos cuarenta años del siglo XX, necesariamente deberían acudir a la canción; en ella descubrirán, con sorpresa, todo aquello que con frecuencia suele ignorarse en los tratados de sesudos historiadores; descubrirán en el lenguaje popular –ese lenguaje en el que se funden inseparablemente palabra y sentimiento– el dolor y la alegría de la gente, su desesperación y su esperanza; su desencanto y su capacidad para el reencantamiento; la realidad de su vida cotidiana y la de su razón utópica: esa otra realidad de lo soñado como aspiración y como posibilidad y, a la vez, como derecho y como deber. («Somniem, si, constantment, somniem sense límits en els somnis, somniem fins l'inimaginable». «Soñamos, sí, constantemente, soñamos sin límites en los sueños, soñamos hasta lo inimaginable». Lluís Llach. "Somniem". 1989).
A esas nuevas generaciones, en especial, quiero dedicarles este libro, y dedicárselo adaptando y haciendo mías unas palabras que me atrevo a robarle a Gabriel Celaya, a quien tanto amé, y al que sigo amando y teniendo presente en lo más profundo y en lo más limpio de mi identidad:
«QUIZÁ, cuando me muera
no recordaréis quién fui.
¡Oh, hermosamente vivos!
QUIZÁ no quede nada de mí, ni una palabra.
¡No importa!
Sólo pretendo que en vosotros suenen
las canciones que un día puse en ciernes.
Sé que así, no sé bien cómo,
yo seguiré siendo parte del gran concierto».
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